21 de noviembre de 2005

CARTA (II)


Es asombroso cómo vemos el mundo, el modo en que elegimos vivir sin casi darnos cuenta.
Estoy en el borde de lo que ha sido mi vida de niña bien y sobreprotegida. Me lanzo a un abismo que no sé si tendrá control pero es mucho más auténtico que mis días felices de desconocimiento voluntario.
Ayer, Sebastiá, un profesor de psicología cuya última etapa se ha centrado en el cuidado y estudio de discapacitados profundos, nos decía que cuanto más comprueba la ciencia el alto porcentaje genético que determina el “yo”, más se afianza su fe en la potencialidad de la educación.
Mis días están repletos de personas optimistas que, con sus plenos sentidos al servicio de otros, intentan despertarnos la esperanza y el afán por la lucha diaria.
Realmente la vida es tan apresuradamente impresionante que no merece la pena preocuparse por otra cosa que no sea el presente intenso.
Pero muchas veces tengo miedo y es un temor oscuro y afilado que no sé extraer.
Miedo a equivocarme, a no estar donde debo ni hacer lo que tendría que hacer; miedo a los demás(a veces tan idénticos, otras tan intrusos); miedo a mis limitaciones, a mi humanidad imperfecta; miedo a no encontrarme y desarrollar todo lo que podría haber en mí.
Y el miedo (y quizás no la soledad) es el eterno acompañante de todos.
No echo de menos dolorosamente nada.
El cariño y el amor no se despiden con la distancia. Como persisten tan arraigados como siempre, os siento en mí y no hay espacio para la añoranza dañina.
Me he aleccionado contra la pérdida física.
Llevo mucho tiempo viviendo de lejos afectos muy hondos.
Pierdo así la parte en que puedo demostrároslo pero espero que el tiempo siempre me reserve huecos en los cuales poder hacerlo.
No hay más tiempo ahora para seguir aquí contigo.
No importa, aunque sea muy breve esta carta ya quiere correr a tu mesa sosegada y ser leída por ti.

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