17 de abril de 2006

PETRA (JORDANIA)






Estoy seguro de que mil veces recorrieras el desfiladero (siq) de entrada a Petra, mil veces te sorprendería. Llegas a un punto, tras una curva de este kilómetro de pasillo de piedra
esculpido por el agua y los siglos, en el que empieza a abrirse la luz y aparece la presencia
humana en forma de piedra, destrozada con delicadeza y paciencia para trasformarla en piedra
tallada y culta que permanezca por los siglos revelando misterios de una civilización
absolutamente impresionante. Hay obras que permiten que tu vista se adapte poco a poco
a su belleza, pero la fachada del templo de Khazneh aparece de repente sin avisar y solo el
silencio la describe con justicia. Ni una sola palabra.
El otro gran tesoro es el Monasterio, de difícil acceso para los no caminadores. Yo opté por montar un burro para ganar tiempo y porque me cayó simpático, y aunque mis piernas llegaron descansadas, la próxima vez prometo subir a pié, mis brazos quedaron agotados por la tensión
con que me asía a la cuerda que ataba la manta que hacia de silla cada vez que el burro
patinaba por las escaleras o las resbaladizas y empinadas rocas.
Pero valió la pena, y aunque los ojos ya se habían acostumbrado a las maravillas y la sorpresa
ya era esperada, nadie puede describirte lo que se siente si no tu mismo sentado enfrente admirándolo.
Del resto de Petra necesitaría muchas líneas para describirla, todo el conjunto te traslada a sentirte Nabateo por unos días y soñar que vives entre mercaderes y beduinos de paso por esta ruta de la seda, del incienso, del té, de la plata, del agua, de la vida del desierto.

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